El regador regado (1895): el primer gag de la historia y el chorro que dio origen al cine narrativo

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Hay momentos en la historia del cine que pasan a la posteridad por su grandeza épica, sus presupuestos astronómicos o sus efectos visuales revolucionarios. Y luego está El regador regado (L'Arroseur arrosé, 1895), una película de apenas 45 segundos que no tiene dragones, ni explosiones, ni siquiera música, pero que puede presumir —sin necesidad de efectos especiales— de haber inventado algo mucho más importante: el cine narrativo. Todo eso con un señor, una manguera y un niño con más malicia que un guionista de Black Mirror.

Cuando los Lumière no sabían que habían creado un monstruo

Corría el año 1895 y los hermanos Lumière, Auguste y Louis, aún no sabían que estaban a punto de desatar la mayor transformación cultural del siglo XX. Para ellos, el cinematógrafo era una invención más, útil quizás para documentar la vida cotidiana —obreros saliendo de una fábrica, trenes llegando a la estación, bebés desayunando—. Películas sin argumento, sin montaje, sin más artificio que el asombro de ver imágenes en movimiento.

Pero algo cambió con El regador regado. Por primera vez, los Lumière decidieron rodar una pequeña escena ficticia, una broma visual, una especie de sketch. El argumento es sencillo y, por eso mismo, revolucionario: un jardinero riega plácidamente su jardín. Un niño travieso pisa la manguera, el agua deja de salir, el jardinero inspecciona la boquilla y —sorpresa— el niño suelta el pie. El agua salta con fuerza, empapa al jardinero, y el público estalla en carcajadas. El jardinero corre tras el chiquillo y lo castiga con una azotaina. Fin. Aplausos.
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¿Y si el primer actor cómico del cine fue un jardinero?

El regador fue interpretado por François Clerc, jardinero real de la familia Lumière, convertido en actor casi por accidente. Su expresión facial, su reacción al chorro de agua y su cómica persecución del niño fueron improvisadas con la naturalidad del que nunca pensó que un día estaría haciendo historia. Que nadie le quite ese mérito: fue el primer actor de comedia física del cine. Y sin necesidad de doblaje.

Por su parte, el niño (interpretado por Léon Trotobas, aprendiz en la fábrica Lumière) inauguró también un arquetipo que nos perseguiría durante décadas: el niño pillo que lo sabe todo antes que los adultos.

Humor en tiempos de seriedad

En una época en la que el cine era aún un experimento científico y no una forma de arte —ni mucho menos una industria—, El regador regado introdujo un elemento fundamental: la narración. Aquí no se trataba de mostrar simplemente la realidad, sino de construir una pequeña historia con planteamiento, nudo y desenlace. En términos cinematográficos, esto fue tan revolucionario como inventar la rueda, pero más divertido.

Además, esta fue también la primera vez que se introdujo el concepto de “puesta en escena” para generar un efecto cómico: el ángulo de la cámara, la composición del plano, el tempo del gag… todo encajaba para que el público, aún sin palomitas ni butacas numeradas, riera como si hubiera nacido para eso.

El primer “remake” de la historia

El impacto de El regador regado fue tal que pronto se convirtió en una de las películas más proyectadas por los Lumière. Y no pasó mucho tiempo hasta que otras productoras la imitaron. Ya en 1896, se grabaron versiones similares en Gran Bretaña, Alemania y Estados Unidos. Así nació otro fenómeno que nos acompaña hasta hoy: el remake.

Y por supuesto, con los remakes llegó también el primer plagio. ¿Qué sería del cine sin eso?
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La crítica, escasa pero eficaz

Si bien no existen registros detallados de la crítica contemporánea sobre la cinta —porque, francamente, en 1895 nadie se dedicaba a escribir columnas sobre películas de 45 segundos—, la reacción del público fue inequívoca. Se reían. Se lo pasaban bien. Volvían a pagar para verla de nuevo. En tiempos donde el entretenimiento visual era tan exótico como una jirafa en París, esto equivalía a un éxito rotundo.

El legado del chorro inesperado

El regador regado fue más que una simple anécdota. Representó el punto de partida del cine como vehículo de historias, no solo como documento técnico. Fue la semilla que, regada —ironías de la vida— por una manguera traviesa, floreció en un arte que acabaría abrazando a Chaplin, Keaton, Lubitsch, Wilder, Kubrick y tantos otros.

¿Y no es bello pensar que todo empezó con un jardinero mojado?

Hoy en día, El regador regado puede verse en YouTube o en colecciones de cine mudo. Puede parecer ridículamente simple, pero contiene en sus escasos segundos el germen de toda una industria. Tal vez no tenga guion en el sentido moderno, ni música, ni efectos, pero tiene algo que a menudo se pierde en los superproducciones actuales: ingenio, ritmo y una humanidad encantadora. Y eso —como el buen cine— no caduca jamás.

¿Moraleja? Nunca subestimes una broma bien contada. Podría cambiar el mundo. O, al menos, hacerte reír 130 años después.

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